Para los que no lo sabéis, yo vivo en un pueblo cercano a la
ciudad, así que normalmente mis desplazamientos al trabajo son en coche y
acompañada de mis dos fierecillas. Pero ahora que mis joyas están de vacaciones
y sólo la pobre malamadre es quien debe ir al trabajo, he decidido volver a ir
en la bici. Ya comencé el año pasado, cuando ellos seguían de vacaciones y fue
una experiencia muy buena, aunque tengo mis casi 40 minutillos de camino.
Un año después y con las piernas flojas, flojísimas, repito.
Y seguiré todos estos días, primero porque así hago algo de ejercicio, que
nunca viene mal y nunca encuentro tiempo, y después porque no tiene ni punto de
comparación con andar corriendo para coger el bus.
Salgo de casa tempranito y aquí, en el norte, cuando a pesar
de estar ya de verano, las mañanas son fresquitas es una gozada. Además el
camino va junto a la ribera del río, escuchas el agua, los pájaros y poco más.
Bucólico no? Pero es que es así. En los primeros veinte minutos realmente
disfruto de ir sola, pensando en mis cosas, probando los diferentes cambios y
platos (nunca lo conseguiré, por favor, que yo soy de las que llevábamos la BH
de toda la vida!) y en plan paseo total porque salgo con mucho tiempo para
poder ir tranquila saludando a los dos o tres abuelos andarines y tempraneros
con los que me cruzo.
Después llego a la civilización, me suelo juntar con un
amigo y hacemos el resto del camino juntos. El pobre, que llegaría en diez
nanosegundos, se adapta a mi ritmo tortuguil con muy buen ánimo. Así que el
camino cambia, ya estamos en la ciudad, hay más ruido, coches, pero las calles anchas,
la conversación y el ritmo pausado hacen que llegue al trabajo de un estupendo
buen humor.
¿Qué más se puede pedir? Pues sólo que el próximo día sea menos
improvisado y consiga cosas tan básicas como no olvidarme la cartera en casa.
¡Feliz finde!
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