Tristeza infinita.
Impotencia.
Locura.
Desesperación.
Irracionalidad.
Desesperanza.
Ninguna idea vale el precio de
una vida, porque la vida es, hasta que se demuestre lo contrario, lo único que
tenemos y nadie, en nombre de ninguna causa, tiene derecho a robarle la vida a
otra persona.
¿Qué mundo estamos dejando a
nuestros hijos? ¿Qué les espera? ¿Cómo prepararles para que por fin se abra
camino la solidaridad, el respeto, la comunicación, la ayuda, la participación,
la escucha, la esperanza? ¿Conocerán un momento en que la humanidad de verdad
camine junta? En toda la existencia de la raza humana esto no ha sucedido,
¿debemos asumir que es imposible o seguir trabajando para dar pasos hacia esa
meta?
Evidentemente no tengo las
respuestas ¿alguien puede tenerlas? Pero una cosa sí tengo muy clara, me niego
a dejarme llevar por el miedo; me niego a transmitir a mis hijos el terror.
Porque el miedo nos paraliza, nos
entorpece, nos hace perder la perspectiva de las cosas. Es cierto que la
perspectiva no es, en estos momentos, muy positiva. Pero dejarnos llevar por el
pánico, la venganza, las ideas radicales, no es la solución.
¿Qué nos queda a los de a pie, a
quienes vivimos una vida sencilla, sin tomar decisiones que afectan a miles de
personas? No lo sé, pero intuyo que hay que seguir, continuar viviendo, amando,
bailando, comiendo, jugando, aprendiendo, gozando, llorando, disfrutando,
tratando de ser día a día mejores personas porque no hay más, no hay otra, sólo
hay una vida y pasarla temblando encerrados en nuestras guaridas no es vivir.
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